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CAPÍTULO 1. El recuerdo inmarcesible


Eran las seis y media de la tarde y en el taller de violines el joven lutier acababa de unir con copos de cola de piel animal dos piezas de madera de arce flameado, para conformar la tabla de fondo del instrumento. En la mesa y el suelo se amontonaban pequeñas virutas y aún se sentía el perfume del barniz de aceite de resina de pino. La lluvia no interrumpía la calma en la pequeña bottega, sino que golpeaba acompasadamente los cristales de la ventana. Darrel Lowell llevaba unos tres años como ayudante en aquel negocio, aprendiendo un oficio que exigía pasión, paciencia y tanta precisión. El violín que estaba construyendo no estaba destinado a la venta, era una creación personal que estaba inspirada en el refinado modelo de 1719, creado por Hieronymus Amati, que en un par de ocasiones había admirado en el museo de Londres.


Durante varias semanas fue dando forma a las distintas piezas, para lo que utilizaba gubias de acero, limas y cepillos. Cuando estaba modelando con mucha delicadeza el interior del instrumento, decidió dejar grabado un nombre de mujer en una parte no visible de la tabla armónica, para la que había utilizado la preciada madera de abeto rojo. En ese preciso instante una gran tristeza se infiltró por su cuerpo y no pudo evitar empezar a llorar. Golpeó suavemente la tabla armónica con las yemas de sus dedos para comprobar cómo resonaba aquella madera que aún carecía de alma. Fue en ese momento cuando el triste Requiem K.626 de Mozart se interpretó en su cabeza y se le ocurrió que debía bautizar a su violín como Lacrimoso.


Dos días más tarde el cielo parecía sufrir junto a Darrel por esa pasión que no era correspondida, y cuando los truenos de una fuerte tormenta rompieron el silencio, sintió un nudo en el estómago. Por culpa del sobresalto que le sorprendió justo cuando estaba realizando el orlado, talló una hendidura demasiado larga en el lugar donde debía incrustar unas finas tiras en los rebordes de las tapas del violín. Aquel arañazo era un grave error que decidió solucionar tallando una pequeña lágrima de madera oscura de peral, la cual colocó en la punta de la escotadura, en el lado derecho inferior del violín junto a una de las dos efes. De ese modo podría ver la lágrima cada vez que tocase el violín y así tendría siempre presente a la mujer que le robaba el sueño.


El joven faraón


Faytep había estado buscando a sus alumnos durante un par de horas. Era muy difícil conseguir que, en aquellos cálidos meses de verano, los jóvenes príncipes y nobles asistieran a sus lecciones con regularidad. El único de sus alumnos que se encontraba en el aula era el tercer vástago del faraón Keops. Dyedefhor, a sus doce años, mostraba ya unas grandes aptitudes como estudiante. Este acudía todas las mañanas a clase con puntualidad, al contrario que sus hermanos los príncipes Dyedefra, Jafra y Baefra.


Se oyó un ruido de voces que se acercaba hasta la clase del maestro. Los jóvenes príncipes y sus amigos nobles parecían regresar de darse un baño en el Nilo, costumbre que tantas veces les había reprobado su maestro.


—Un día un cocodrilo tendrá a bien zamparse a alguno de vosotros, y todo serán llantos de plañideras. —Les volvió a recriminar Faytep. —Nos protege el dios cocodrilo Sobek, de cuyo sudor surgió el Nilo —dijo Dyedefra, el futuro faraón hijo de Keops y Merities I, hija del rey Sneferu.


Eran los primeros días del cuarto mes de Shemu, la estación de verano y de las cosechas.Dicho mes estaba siendo particularmente caluroso en el País de la tierra negra o como los egipcios lo llamaban El país de Kemet. Dyedefra era el segundo vástago del faraón Keops, que había perdido a su primogénito y por tanto el muchacho era el siguiente en la línea de sucesión al trono. El joven acababa de cumplir los quince años y su maestro lamentaba la falta de interés en sus estudios, pues era un estudiante que había demostrado poseer una gran inteligencia. Sin embargo, parecía estar tan solo interesado en la astronomía y la arquitectura. Pasaba gran parte de su tiempo contemplando la gran construcción de su padreen la necrópolis, en la llamada Hernecher. Allí el gran faraón llevaba más de catorce años edificando la Gran Pirámide.


Dyedefra desde pequeño se había mostrado muy interesado por aprender todo lo posible sobre la construcción del gran monumento funerario. Se pasaba las tardes en compañía del chaty, de su padre Kanefer y de Hemiunu, que era el arquitecto que supervisaba todos los trabajos de edificación y la administración de las obras. Algo muy complicado de coordinar, dado que para construir El horizonte luminoso de Keops se contrataron a más de ocho mil trabajadores cualificados, que tenían conocimientos de geometría, astronomía y especial talento en el corte de la piedra. La pirámide en construcción se elevaba sobre una meseta a la orilla occidental del río Nilo.Tenía una base octogonal con forma de estrella de cuatro puntas.

—Hemiunu, ya que eres tú un gran arquitecto, explícame, ¿por qué la construcción tiene forma de estrella?

—Se levanta así para rendir culto al cielo y a su diosa Nut. Esta pirámide está alineada con el planeta Mercurio, esa brillante estrella que se observa a veces en el amanecer y otras al anochecer.

—Pero si de antes de mi nacimiento ya se estaba erigiendo la pirámide, ¿cuánto debemos esperar para que esté terminada? —Se estima que para concluirla serán aún necesarios cuatro años más.

Para la construcción del fastuoso templo funerario se decía que el gran faraón, padre de Dyedefra, había hecho acopio de toda clase de recursos para obtener suficientes fondos, y que incluso para conseguir sus propósitos, las malas lenguas murmuraban que había prostituido a su propia hija.

Keops era un soberano tan amado como odiado.Sus medidas administrativas y religiosas eran muy criticadas por su pueblo, que veía cómo atendía solo a sus intereses personales.

Entre las disciplinas que más admiraba Dyedefra estaba la de la astronomía, pues el firmamento encerraba un misterio del que deseaba descubrir todos sus secretos, por ello pedía muchas veces a Faytep que les enseñase el nombre de algunas estrellas, a lo que el maestro solía contestarle:


—Lo importante es que mantengáis los pies en la tierra para llegar a gobernar a vuestro pueblo de un modo justo, y que os olvidéis de aquello que solo a Nut, la diosa creadora del universo y de los astros, incumbe.


Pero era inevitable para el joven Dyedefra pensar en aquellos asuntos. Le fascinaba enormemente la luna y cuando esta estaba en plenilunio solía escaparse de palacio para poder contemplar su reflejo sobre las aguas del Nilo.


El joven príncipe fue mandado llamar por su padre para recibir una noticia que temía desde hacía mucho tiempo.

—Ha llegado el momento de anunciar tu compromiso matrimonial con Hetepheres II, tu hermanastra y esposa secundaria de tu padre.


Con dicha unión se pretendía asegurar el ascenso al trono de Dyedefra trasla desgraciada muerte de su hermano Kauab, manteniendo así una tradición muy común en aquellos tiempos, la de que los faraones se casaran con miembros de su misma familia.

Para anunciar aquel compromiso se celebraría dentro de una semana una gran gala en el palacio, que además coincidiría con la Fiesta de las lámparas encendidas. Una festividad que se conmemoraba en cada ciudad egipcia a mediados del cuarto mes de Shemu y que consistía en encender alrededor de las casas multitud de lámparas llenas de aceite y de sal, que se dejaban arder toda la noche. Nada pudo presagiar que aquel festejo cambiaría el futuro del joven príncipe para el resto de su vida.

La música de los tambores resonaba en todo el palacio. Junto a la realeza se había invitado a visires, ministros y administradores del reino. El vino fluía de copa en copa y todos los presentes disfrutaban de abundante comida, que estaba servida en bandejas de oro. Faltaban pocos minutos para que se pronunciase el anuncio oficial del compromiso matrimonial del príncipe Dyedefra, que se había convertido en un apuesto joven de figura estilizada y que sobresalía entre sus hermanos por su altura.Se abrieron las puertas de la sala del trono y un sonido de palmas anunció que unas bailarinas iban a hacer su incursión en el salón. El joven príncipe no prestó mucha atención a aquella entrada. La idea de tener que casarse tan pronto con una mujer a la que no amaba le resultaba odiosa. La música sonaba sin que él prestase atención al espectáculo, hasta que al fin elevó su mirada y comprobó que, para esta ocasión, las bailarinas elegidas por su padre eran de una edad muy aproximada a la suya. Nada más ver a la primera bailarina se quedó completamente prendado de su belleza.Era una joven con el cuerpo de color miel y esta brillaba como si hubiese utilizado ungüentos sobre su suave piel. Su pelo oscuro le llegaba hasta la mitad de la espalda, algo nada habitual, dado que las mujeres de la época solían recortar sus melenas hasta la altura de los hombros. Las bailarinas se acercaron hacia el lugar en donde se encontraban los prometidos. La joven de la larga cabellera y de profundos ojos celestes como el cielo subió sus brazos y colocó sus manos encorvándolas sobre su cabeza.Sus jóvenes pechos resaltaban en una espléndida figura. Se movía con una gracia que llamaba la atención de todos los presentes. Su sutil falda de lino blanco dejaba entrever unas curvas muy sensuales. Cuando terminó la danza pronunció las siguientes palabras:

—Sean nuestro príncipe y su futura prometida dichosos por siempre.

Su voz era tan suave que penetró por cada poro de la piel del joven príncipe, que deseaba saber el nombre de la que parecía una diosa del amor.


Esa misma noche, cuando hubo concluido la fiesta por el compromiso, mandó investigar sobre quién era aquella hermosa bailarina. No le costó mucho tiempo averiguarlo, pues en realidad había sido elegida por el faraón Keops como regalo para su hijo, hecho que incomodó al príncipe; pues no le bastaba a su padre con decidir qué esposa debía tomar, sino que también pretendía seleccionar a sus amantes.Aun así, tenía que reconocer que su padre había elegido a una mujer bellísima.


Hatket acababa de cumplir quince años, su madre había sido una bayadera de palacio tal y como ahora su hija debía serlo. Su nombre, que había sido elegido por su padre, provenía de Hathor, la diosa del amor, de la alegría, de la danza y de las artes musicales, y de Anuket, la diosa del Nilo y del agua. Su progenitor era un comerciante de frutas en una de las ciudades en donde más trabajadores de la Gran Pirámide residían. Su mala afición al vino le había hecho perder casi todas sus posesiones. Cuando se anunció que buscaban una joven de bellos rasgos para ofrecerla al príncipe Dyedefra como regalo de compromiso, el mercader decidió que su hija tenía que presentarse en palacio y así ganar diez sacos de grano para su familia. Hatket y su madre se sentían horrorizadas de este trato comercial que su padre quería cerrar, pero no pudieron hacer nada al respecto, y la joven tuvo que acudir a la selección el día en que elegían nuevas bailarinas. Cuando se presentó y fue contemplada de arriba abajo, le dijeron que debía cortar su melena como las otras bayaderas, a lo que ella se negó diciendo que no bastaba con perder su dignidad, sino que además intentaban que recortase su larga melena. Lo cierto es que sus cabellos eran tan bellos que decidieron no cortárselos, pensando que así le gustaría aún más al príncipe.


Cuando Hatket les mostró sus habilidades con el baile se quedaron asombrados por la gran sensualidad y delicadeza de sus movimientos y ella fue la seleccionada como bailarina principal.


Al acudir a palacio la noche del anuncio del compromiso, llevaba muchas horas llorando, pues nunca pensó que su propio padre comerciaría con ella. Este le comentó que eso es algo que había hecho el mismísimo faraón y que él solo estaba haciendo lo mejor para su familia. Venderla al soberano era siempre mejor que hacerlo a algún simple mercader. Su hija le contestó que los dioses le castigarían por semejante crueldad.


Durante la fiesta, Dyedefra no había prestado ningún interés hacia su futura esposa Hetepheres II. Faltaba aún tiempo para tener que desposarla y no la encontraba una mujer demasiado agradable. Era mayor que él y le faltaban atributos femeninos, pese a que con maquillaje llegaba a ser algo atractiva. En cuanto vio a la bella bayadera, todos sus pensamientos se centraron en ella, era algo totalmente natural pues no había tenido ningún encuentro sexual con ninguna joven del reino. Sentirse atraído por una mujer tan hermosa como lo era aquella bailarina era algo inherente a su edad.

Se esperaba de Hatket que se convirtiese en la amante del príncipe, la primera de las muchas bellas mujeres que llenarían el harem del joven faraón en los años venideros. Sin embargo, dado ese orden tan preestablecido sobre con quién debía casarse y a quién debía amar, al joven Dyedefra le parecía que estaba vendiendo su ba, su alma terrenal. Él deseaba amar a una mujer, pero no que esta le fuese impuesta. Pese a todo no pudo controlar los ardientes deseos que sintió al ver a aquella joven de perfectas curvas y senos provocativos.

Tras preguntar el nombre de la bayadera al chaty de su padre y que este le informara de quién era su familia, demandó que esta se presentase en el palacio al día siguiente, pues deseaba ardientemente volver a verla. Aquella noche le costó conciliar el sueño, se imaginaba teniéndola cerca de él. Cuando por fin cayó rendido por el cansancio, soñó con la joven bailarina que repetía su nombre mientras le suplicaba varias veces que le olvidase completamente. Le advertía que, si la hacía suya, solo conseguiría perderla para siempre y durante toda su vida aquello pesaría sobre su conciencia. Al despertar, Dyedefra se sintió aliviado al comprobar que todo había sido una pesadilla, estaba empapado de sudor y sentía una gran ansiedad. Se dijo que tomaría a la muchacha solo si esta se enamoraba de él y ella lo consentía.


Durante la mañana le costó concentrarse en la clase de Faytep, pensaba solo en su nuevo encuentro con la joven bayadera. Mientras, sus hermanos se reían del joven príncipe; se jactaban de él porque sabían que volvería a ver a aquella bella mujer, la cual había causado la admiración de todos los hombres presentes la noche anterior.


Hatket llegó a palacio y se le hizo pasar a uno de los jardines interiores, conformado por enormes paredes blancas cubiertas de variada vegetación. En el centro había un estanque de peces anaranjados y flores de loto. Aquel era un lugar muy hermoso, casi idílico, tal y como nunca antes había visto la joven bayadera.


De pronto, se anunció la llegada del príncipe Dyedefra y ella se giró e inclinó su cabeza en una reverencia hacia él.


—Quiero que no temas mi presencia. Sé que para ambos este no es un encuentro que hemos demandado, que es fruto del acuerdo pactado por nuestros padres. Yo espero que no tengas miedo de mí, no haré nada que no desees.

—Sois generoso y compresivo, mi alteza, he de reconocer que un gran miedo atraviesa todo mi cuerpo, quisiera que disculparais mi arrogancia por hacéroslo saber.


Dyedefra se sentía completamente desarmado por la voz de aquella muchacha; era tan dulce y penetrante que le causaba un terremoto interior, solo oyéndola hablar sentía deseos de hacerla suya. Pero se mantendría firme en su promesa.


—Decidme, Hatket,junto a la danza que interpretáis de manera magistral ¿qué otras aficiones tenéis?

—Me gusta el canto y la música, pero sobre todo lo que más me gusta es observar los misterios del universo celestial.


Dyedefra se mostró muy impresionado, se encontraba frente a una plebeya interesada en el firmamento, su gran pasión.

—¿Conocéis el nombre de alguna estrella? —preguntó a la joven.

—Sí, por supuesto, conozco las doce estrellas que dividen la noche.

—Entonces, decidme, ¿cuál es vuestro planeta favorito?

—La estrella de Venus.


Sin darse cuenta de cómo, el tiempo se consumía rápidamente y pasaron tres horas hablando de astronomía. Aunque el príncipe tenía mayores conocimientos que ella, conversaron ensimismados y el joven fue mostrándole a Hatket todo aquello que conocía de los astros.


—Me gustaría que una noche observáramos juntos el firmamento para admirar las estrellas, quizás veamos caer del cielo alguna de ellas enviada por la diosa Nut, eso nos concedería una gran fortuna.


Dyedefra miró la clepsidra de agua que estaba en un lateral del patio en el que los dos se encontraban y se dio cuenta de que aquellas horas que habían pasado juntos se habían esfumado como una cortina de humo. El príncipe jamás había experimentado unos sentimientos como los que en aquel momento le invadían. Nunca había compartido un rato tan agradable en compañía de una mujer. Le pidió volver a verla y ella se sintió halagada; estaba mucho más tranquila que a su llegada, ya que el joven príncipe no había intentado en ningún momento seducirla. Acordaron volver a verse dentro de dos noches junto al Nilo, pues de ese modo estarían al resguardo de las miradas curiosas de palacio.

El martes el príncipe Dyedefra llegó a las orillas del Nilo cuando la luna ya mostraba su faz llena. Su haz de luz era tan intenso que iluminaba toda la vegetación y el curso del gran río. Las palmeras datileras se alzaban majestuosas. Los arbustos de henna tenían pequeñas flores blancas muy aromáticas y, junto a los lirios, perfumaban aquel idílico lugar en donde los dos jóvenes se habían dado cita.

Cuando Hatket llegó hasta aquel paraje de gran belleza, llevaba su pelo recogido con una trenza adornada con pequeñas flores azules. El joven príncipe, al verla aparecer, sintió de nuevo cómo su cuerpo se llenaba de deseo. Mantener su promesa de controlarse ante la tentación iba a ser muy difícil. Sin embargo, no solo él sentía aquel terremoto de ardientes impulsos, la joven bailarina notó su corazón encendido, apretando fuerte dentro de su pecho. Casi le costaba respirar y no sabía bien cómo ocultar su incipiente pasión por el próximo sucesor del faraón. Dyedefra le hizo un gesto para que ella le acercase sus manos. Las asió y notó la suavidad de estas, con sus pequeños y delicados dedos, e inmediatamente los imaginó tocando su cuerpo. Se sintió avergonzado de no poder calmar sus anhelos, habían bastado aquellas tres horas que habían compartido juntos, la última vez que se vieron, para desearla completamente.


—¿Puedes cantar para mí?


Ella interpretó un cántico aprendido de niña, que su madre le enseñó cuando empezó a hablar, pues así era cómo se trasmitían los cantos populares de generación en generación. Hatket desconocía el significado completo de las palabras que interpretaba, sabía solamente que se trataba de una canción de amor dedicada a dos ba, a dos almas terrenales que se unen y alcanzan juntas la eternidad. Dyedefra se mostró encandilado al oír aquella voz tan sensual, entonando una melodía tan delicada. No pudo refrenarse y acercó sus labios hasta Hatket. Ella no hizo ademán de apartarse y él le besó sintiendo el calor de su boca, como si una marea invadiese hasta el último rincón de su cuerpo. Soltó la trenza que recogía el hermoso cabello de la bailarina y notó que su pelo estaba perfumado con un aroma afrutado. Después se acercó a su oído y le dijo que aquella noche las estrellas estaban en paz con los dioses porque la época de la cosecha había sido magnífica, por eso aquella era una ocasión estupenda para contemplar el firmamento. Se tumbaron sobre dos esterillas que los ayudantes de palacio habían colocado horas antes. Hatket contempló la clepsidra que el príncipe había mandado traer de palacio. Esta señalaba las primeras horas de la noche. Luego tomó una jarra de vino que estaba sobre una bandeja de cobre y sirvió una copa al príncipe. Después de que él bebiera, ella sintió el deseo de probar aquel néctar de los dioses sobre los labios de Dyedefra, así que se acercó a él y le besó de nuevo.El joven príncipe no esperaba aquel gesto de la bailarina, y aquello fue el desencadenante que acabó con toda su resistencia. Sin poder contener el ardor que sentía, se abalanzó sobre Hatket, que no le impidió en ningún momento poseerla. Besó a la bayadera con gran pasión por todos los recodos de su cuerpo mientras que sus manos descubrían cada una de sus curvas.

Se amaron durante dos horas hasta que sus cuerpos agotados dejaron sus juegos y Hatket apoyó su cabeza sobre el pecho del príncipe.

—Es la fuerza de la naturaleza que nos impide contener el deseo, como cuando el Nilo en Ajet se desborda para hacer fértil la tierra y asegurar buenas cosechas —le dijo Dyedefra. —No temáis, alteza, vuestros deseos eran también los míos.


El joven príncipe se sintió aliviado después de aquellas palabras. No había podido refrenar sus impulsos como hubiera deseado, pero ella no estaba ofendida, quizás su sueño no había sido premonitorio. Se dijo convencido que no iba a perderla ni ahora ni nunca.

Las noches de encuentros entre los dos jóvenes amantes se repitieron durante semanas en las que en todas las ocasiones el príncipe no dejó de cortejar a la joven como si se tratase de su futura esposa. Se sentía totalmente enamorado, tanto, que pensaba cuán injusto era el hecho de no poder elegir él mismo a su consorte porque él, sin duda, subiría al trono a su bellísima Hatket.


Adoraba el intenso azul de su mirada, esos brillantes ojos en los que, de noche, se reflejaban todas las estrellas cada vez que ella le miraba. Su melena larga le fascinaba, como si se tratase de un conjunto de lianas que se enredaban por sus sentimientos. Adoraba sus curvas tan perfectas, esas que ella, para provocarle, movía danzando graciosamente ante los ojos desbordados de deseo del joven príncipe. Se sentía tan dichoso junto a ella que ya ni pensaba en la construcción de la Gran Pirámide.


Quería dedicarle no solo sus noches, sino todos sus días. Pero aquel anhelo era imposible para un príncipe heredero, su formación y sus obligaciones eran ineludibles. Sus encuentros junto al Nilo les permitían estar al margen de las miradas ajenas. Les pertenecían las noches para amarse y los días para extrañarse. Nada parecía que podía enturbiar su felicidad. Sin embargo, los dioses no debieron pensar que las cosas podían continuar así, un príncipe no podía, desear a una simple bailarina de aquel modo tan ferviente.

Dyedefra siempre pensó que lo que desató los celos de Anuket, la diosa del Nilo y del agua, fue el ver a un futuro faraón en los brazos de una hermosísima mujer plebeya y que aquella debió ser la razón para que mandase toda su furia contra la joven pareja.


Una de las noches en que los jóvenes amantes habían consumado su pasión, entraron en las aguas del Nilo para darse un baño. Llevaban ya varias semanas de relaciones y ambos estaban completamente enamorados. Entre juegos, Hatket se sumergió en el gran río para que Dyedefrale encontrase. Mientras él se quitaba el shenti y su peluca, esa que llevaba sobre su cabeza rapada, ella le llamaba repetidas veces desde el agua. Él se sumergió en el torrente. Los primeros instantes el príncipe llamaba divertido a la muchacha, participando en aquel juego, pero pasaban los minutos y la joven no volvía a resurgir del agua. Entonces la angustia se apoderó de él. La luna estaba en su fase nueva y no era posible ver bien lo que sucedía en plena oscuridad. El príncipe gritó su nombre desesperado, lo gritó durante cada una de las horas de toda una terrible y angustiosa noche. Dyedefra pasó todo el tiempo encomendándose a Osiris, pues se encontraban en la noche de su nacimiento, en el primero de los cinco días epagómenos llamados Mesut-Necheru. Era un día que tradicionalmente se consideraba desgraciado, y qué mayor desgracia podría cernirse sobre él que perder ahogada a la mujer que tanto amaba.

Durante horas vociferó desesperadamente su nombre. Al amanecer vio el resplandor del sol, que se elevaba sobre las mesetas tiñendo de luz dorada el horizonte. Entonces imploró esta vez a Nut, la diosa creadora del universo y de los astros; le pidió que el amanecer arrojase suficiente luz para que su amada encontrase el camino de regreso de entre las aguas.


Pero todas sus plegarias fueron inútiles, pues el cuerpo de Hatket no resurgió de las profundidades del Nilo. El joven príncipe regresó a palacio y ordenó que se la buscase por todo el caudal del río a la joven bayadera. Era consciente de que, si su cuerpo no aparecía, ella jamás podría tener una sepultura. A Dyedefra aquel pensamiento le parecía horroroso, quería por lo menos tener un lugar en el que visitarla. Si ella no llegaba hasta el Duat, El mundo de los muertos, y no podía someterse al juicio de Osiris, entonces ¿hasta dónde erraría su alma?


Durante los cuatro días siguientes, se buscó intensamente el cuerpo de la joven, pero ni entonces ni después este fue recuperado de las aguas. El príncipe no podía dejar ver a su padre la enorme frustración que sentía por las normas del faraón y a la fatalidad impuesta por los dioses, que no le habían permitido llevar una vida junto a su amada Hatket. En aquellos momentos de dolor se juró que algún día se convertiría en el faraón más poderoso y se autoproclamaría Ra para poder cambiar las normas y las tradiciones de su pueblo, así honraría la memoria de su desaparecida amada.




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